MI CHARLA CON DIEGO ROCHA (1ª PARTE)
Ignacio Trillo
Con el propósito de proseguir la reconstrucción de la historia de Jimena y la memoria sobre sus costumbres y vivencias, a finales del pasado mes de agosto me personé en el pueblo en uno de sus tórridos y sofocantes días del estío.
Como siempre, aproveché el tiempo, con libreta, bolígrafo en mano y oído atento, para entrevistarme con algunos oriundos veteranos de pura cepa, auténticas hemerotecas del pasado, al objeto de seguir descubriendo, de sus biografías y escarbando en ellas, hechos sobresalientes que pudieran ser útiles para continuar sacando a la luz la arqueología del pueblo y la sociología de sus habitantes, en el obstinado empeño que me he propuesto mientras dure de que no se pierdan con sus irremediables marchas.
Entre los que entrevisté en esta estancia figuró el paisano, Diego Rocha Sánchez.
Antes, a mi pregunta a la entrada del pueblo de dónde vivía, me llevó por la cuesta de calle Sevilla en dirección al barrio arriba, aterrizando en la misma acera y dos casas más arriba de donde conservaba en mi mente que vivía el maestro sastre, Miguel Cárdenas Urbano, y también dos casas más abajo del antiguo domicilio de la maestra, doña Julia Pérez-Navarro, donde tenía separado por un tabique el estanco y la confitería. Casi enfrente, haciendo esquina y abriendo la calle Yustos en dirección al Castillo, donde se halló asimismo la barbería de Frasquito Sanchez.

1968. La también barbería de Frasquito Sánchez, cercana a la de Salvador Rocha Rey, haciendo esquina entre calle Sevilla, antigua calle Héroes de Toledo, antes calle Sagasta, y calle Yustos. Foto: Retratos de Jimena. Ediciones OBA.
Casi enfrente recuerdo también que estaba la barbería del padre de Diego, de nombre Salvador Rocha Rey, del que en el capítulo siguiente como segunda parte hablaré más detenidamente.
A la vez que pelaba, el progenitor de los Rochas, ejercía como práctico dentista, lo que entonces se llamaba sacamuelas. Le recuerdo cruzándome por la calle Santa Ana llevando una maletita negra en la mano donde seguro que llevaría en su interior las herramientas de extracción bucal.

Año 1949. Salvador Rocha Rey, barbero y sacamuelas, en la Plaza Alta de Algeciras. Foto: Retratos de Jimena. Ediciones OBA.
Según me diría Diego en este encuentro, su padre contaba con el aval gremial del algecireño, José Vázquez Piñero, especialista en la dolorosa materia de arrancamientos odontológicos de raíz, persona muy asidua en sus visitas profesionales a la localidad, creo que tenía parentescos, además de directivo del equipo de fútbol de los «especiales» con campo de césped y graderíos en el estadio «El Mirador», en plena Bahía frente al Peñón de Gibraltar.
Y al lado de la peluquería del ascendiente de Diego, igualmente se ubicaba la tienda de tejidos de Juan Romero Gómez, siempre con sus inseparables gafas con lentes de culo de vaso, como aquellos ingeniosos chiquillos llamábamos a los que las portaban por estar afectados de una gran miopía.
Tras llamar al timbre y abrirme la puerta, inmediatamente se percató Diego de quién era, fundiéndonos en un gran abrazo. Me recibió con la efusividad propia de un familiar.
Se hallaba en la casa su mujer, Isabel, hija de Agustín Sarrias Moreno, -el de múltiples oficios, como: acarreador de leña del monte, tendero, portero y acomodador en el cine Capitol de Antonio Ramos- y de la entrañable, Francisca García Bautista, popularmente conocida como «Frasquita la Francesa», la de los churros.

Año 1967. Los suegros de Diego Rocha y padre y madre de Isabel, Agustín Sarrias Moreno y Francisca García Bautista,. Agustín, siempre tan trabajador a pesar de la minusvalía que portaba en una pierna a consecuencia del disparo que sufrió en la guerra en la batalla de Teruel donde asistió como miliciano republicano del Batallón Fermín Salvochea. Foto: Retratos de Jimena. Ediciones OBA.
Cómo no me iba acordar a lo largo de mi infancia siendo primera hora de la mañana del tiempo compartido con el vecindario, antes de salir zumbando camino de la escuela, en la cola que se formaba en la esquina, la hoy calle Jincaleta en su encuentro con el final de la calle San Sebastián donde vivía con mi familia, para comprarle a Frasquita los artesanos churros que sobre la marcha iba friendo.
Aún conservo el grato recuerdo del rico aroma que emanaba del aceite depositado en esa inmensa sartén, en tanto se iba calentando a fuego lento por la leña ardiente que días antes había acarreado desde monte su marido Agustín. Así como la posterior humareda que se liaba y nos envolvía el cuerpo cuando la masa, formada de harina con sal y agua, en forma de hilo grueso de madeja y lanzada por Frasquita entraba en contacto con el líquido oleaginoso, justo en su punto de temperatura límite, antes de que se pudiera pasar.
De igual forma, atento siempre con la vista de niño observando sin pestañear para no perderme un detalle de la meticulosa operación que desde los preparativos hasta lograr el producto final realizaba la experimentada artesana.
Así, extraía con un cazo la masa blanquecina de un lebrillo para ir rellenando el interior hueco de un pedazo de jeringa, como la de los practicantes pero hecha de lata. A continuación, una vez colmado el tubo, cogía con sus manos esa especie de inyección por los dos soportes laterales que poseía en su mitad, en tanto se colocaba bajo la axila un mango de madera que iba introduciendo lentamente por el extremo superior del artilugio metálico.
Le servía, apuntando con presión el cacharro en dirección a la sartén, para que fuera saliendo pausadamente por la ley de gravedad la masa en forma de hilillos, haciendo seguidamente círculos concéntricos a modo de concha de caracol siendo ayudado para su plasmación con los movimientos de cadera que iba efectuando su cuerpo.
El contacto de la masa con el aceite hirviendo hacía borbotear el líquido elemento contenido en toda su superficie, generando, además de una espuma de burbujas ruidosas, una gran humareda, que llevaba, por el impulso de la dirección que empujara el viento, al que le pillara de frente, a irritarle los ojos con pérdida momentánea de la visión, y a la ropa que portara a oler durante horas a fritura.

Año 1965. Frasquita la Francesa en plena faena con sus típicos churros o tejeringos matutinos en el momento de haberlos sacado de la sartén con los dos palillos de madera que se servía, reteniéndolos en el aire durante unos segundos, a los efectos de que escurrieran de aceite, siempre acompañado de su habitual bocio en el cuello que marcó su particular fisonomía. Fuente: Retratos de Jimena. Ediciones OBA.
Después, vendría el buen hacer de Frasquita con dos palillos de madera parecidos a los que se empleaban para hacer un jersey de lana, o para tocar con mimo la caja de la batería de un grupo musical de jazz. Con ellos, iba moldeando las líneas de la masa que flotaban en el aceite para que, conforme iban rehogándose, formando figuras geométricas en espiral, no se pegaran, a la vez que dándoles las vueltas necesarias, una vez cogido cuerpo para que no se deshicieran, al objeto de que se fueran poniendo las dos caras con el mismo dorado.
Listos para su consumo, los sacaba de la sartén con esos mismos palillos y, dejándolos unos segundos suspensos en el aire para que escurriera el aceite, antes de servirlos, los situaba para su reposo en una bandeja, también de lata con doble fondo, el primero con agujeros para que chorreara un poco más a la vez que bajara algo de temperatura antes de entregárselo al cliente con esmero para que no se quemase ni quedase muy pringado.
Para ello, inmediatamente después, Frasquita los iba despachando, según el tiempo de espera del cliente, atravesando los churros con una hoja de palmito a modo de guita y amarrado en sus extremos por un nudo que era por donde había que cogerlos para no mancharse ni abrasarse, o envueltos en papel de estraza, según la cantidad de unidades solicitadas.
Una vez finalizada la jornada, se reutilizara posteriormente el aceite frito empleado para destinarlo a otros fines, como hacer tacos de jabón con agua y sosa caustica que Frasquita vendería a lo largo de los días siguientes en la pequeña tienda que tenía, donde igualmente ofertaba el pan que hacía así como verduras y frutas procedentes de las huertas situadas junto el río Hozgarganta, pasado el puente de Alcalá, en su margen derecho conforme el cauce desciende.

Puesto parecido al que Frasquita tenía a la entrada de su casa ofertando casi de todo.
Vivíamos en aquel tiempo en una sociedad de lo más sostenible desde el punto de vista ambiental. Apenas se tiraban cosas y casi todo era reutilizable. La basura que se generaba en los domicilios que era mínima se tiraba por el barranco que había al final del Paseo, entre la casa de los Canarios y el cine de verano, donde acudían los animales sueltos a comérsela.
Las pésimas condiciones económicas de las familias obligaban a esa austeridad que se traducía sin saberse entonces en el respeto al medio ambiente aunque en verano generaba una gran cantidad de moscas de lo más pesadas.

Año 1962. Otro ejemplo de sostenibilidad ambiental sin necesidad de consumo energético, Mujeres de Jimena lavando la ropa en el Castillo, aprovechando el agua de lluvia acumulada en los aljibes árabes y empleando paneras de madera o de corcha del alcornocal, materiales extraídos del monte, donde restregaban la ropa con tacos de jabón casero fabricados en las propias casas a base de aceite de oliva extra usado, mezclado con sosa caustica y agua. Luego, tendían la ropa encima de la vegetación del entorno para que se secara y así llegaban a las casas, tras bajar las cuestas con los bultos hechos a base de anudar el textil y transportados en las cabezas, prestos para ser alisadas con planchas de carbón vegetal o calentadas en la cocina de fogón a base de leña. Foto: Retratos de Jimena. Ediciones OBA.
En esa larga pausa de espera hasta que nos tocara la vez, e incluso para el paisano que se disponía a pasar de largo con destino a hacer algún «mandao» y en cambio se detenía por la curiosidad que ofrecían las conversaciones que se entablaban, éramos puestos al día con las últimas noticias o chismorreteos sobre cuanto acontecía en el pueblo y en la humanidad.
Eran tiempos donde las prisas no existían y el reloj marchaba mucho más lento que ahora.
Animando ese cotarro matutino existente alrededor de los churros, también participaba, Alfonso Corbacho Sánchez, con la peculiar salsa que le daba al palique desde la escasa distancia que nos separaban de su portal, donde relucía su oronda figura sentada desde primera hora del amanecer para no perderse nada, observando en detalle cuanto sucedía a su alrededor para luego comentarlo. Así se sumaba a las chácharas de los concentrados que esperábamos la vez, bien las surrelistas ocurrencias que narraba o, de tarde en tarde, sus tempraneras flatulencias sonoras en evacuación de gases, que levantaban las carcajadas de la concurrencia, todo muy extraído del primitivista humor escatológico y de lo más negro que siempre le caracterizó.
Alfonso también era una máquina para fabricar motes. Sería célebre el que le puso al marido de una de sus sobrinas y que tan mal lo llevó a lo largo de su vida, trascendiendo la continuidad del apodo hasta hoy en día entre su descendencia.
A su forma, esta vez de contenido más agrio, incluso hasta político en tiempos en que hablar de ello era tabú por las consecuencias represivas que reportaban, también participaba en ese corrillo, Dolores Oncala, la madre de los hermanos Pajares, que igualmente tenía otra pequeña tienda en la casa colindante a la de Alfonso, padre por cierto del cartero Pedro y de la también grandota Antonia.

Año 1969. Pedro Corbacho Espinosa, hijo de Alfonso, que durante toda su vida fue cartero del pueblo. Fuente: Retratos de Jimena. Ediciones OBA.
Pues bien, tras ese intenso amanecer a lo largo de mi infancia, ya con los churros colgando del lazo sujeto por mis dedos, seguidamente procedía a pagarle el importe a Frasquita, para lo cual disponía de una caja que era su propio delantal negro, que disimulaba mejor los lamparones de aceite, con dos bolsillos grandes, uno para las monedas y el otro para los billetes.
Después, ya en mi casa, llegaría al fin la degustación de la masa frita acompañada de café con leche, y calentado el estómago sin más pérdida de tiempo, tomaba la maleta para ir corriendo cuesta arriba a clase para cumplir con la obligación escolar.
Los días de lluvia, Agustín Moreno, el marido de Frasquita, montaba un toldo en forma de ventorrillo con cuatro palos para refugiarnos del agua en tanto esperábamos que nos tocara el turno.
Con el paso del tiempo, ya de joven adolescente y residiendo temporalmente en los Madriles por razones de estudios, aún no existía Instituto de Bachiller en el pueblo, cuando regresaba de vacaciones seguía manteniendo esa costumbre de la infancia de seguir a primera hora comprando los churros a Frasquita para el desayuno.
Una de esas veces que regresé siendo ya verano, al llegar al puesto me encontré instalado el chambao que protegía de las lluvias, a pesar del cielo raso y soleado que ofrecía el día, además sin riesgo de previsión de precipitación meteorológica alguna, lo que me llevó a preguntarle a Frasquita el motivo de su instalación.
Me respondió con cara de resignación que era debido a los traviesos mellizos de la entrañable familia del matrimonio Cayetano Lobillo Martínez y Rufina Corbacho Álvarez que vivían en la planta de arriba, en la casa que simultaneaba con una escuela y donde había impartido clases, antes de su destino a Algeciras, el maestro, don Guillermo Ruiz Jiménez.

Año 1965. La descendencia del matrimonio constituido por Cayetano Lobillo Martínez y Rufina Corbacho Álvarez, que a pesar de su tardía celebración, supieron aceleradamente quemar etapas en la prolija procreación a que cada año sin faltar daban paso, entre ellos los mellizos de las meadas que con caras de traviesos figuran agachados a la izquierda de la imagen, Foto: Retratos de Jimena. Ediciones Oba.
En esta línea, me contó Frasquita, que cuando se levantaban los hermanos gemelos de la cama les daba en sus travesuras no en ir al retrete sino mearse desde el balcón apuntando con destino a la sartén de los churros, con el consiguiente peligro, aparte del sobresalto que causaba en los que se hallaban a la espera de su turno a ras de suelo, de que le saltara aceite hirviendo y se quemara, o se malograse el oleaginoso elemento con lo caro que estaba de precio en el mercado, además de que quedaran igualmente afectados de ácido úrico los propios churros que estuvieran ya en avanzada fase de elaboración, o que, desviándose ambos chorros de la diana, vertieran sobre las cabezas y hombros bien de ella o de algunos de los clientes.
El caso fue, que avisada la madre Rufina de esa fechoría y a pesar de las palizas de escarmiento que les daba en sus traseros, de vez en cuando se les escapaban y caían en la reincidencia, porque era superior la gracia que les producía y donde al final acababan en el enredo, echándose las culpas el uno al otro aprovechándose del parecido, aparte de no poderse diferenciar desde la calle quien de los dos había sido el primer autor o inductor de la pesada broma, por lo que finalmente había decidido curarse en salud de las micciones procedentes del balcón tomando la medida del toldo como protección hasta que tuvieran una edad más madura …
No obstante, como la casa donde habitaba Frasquita y tenía su pequeña tienda era de alquiler a la familia Corbacho, cada vez que sucedía un episodio de micción de los mellizos y se veía obligado a cambiar el aceite, lo apuntaba y a final de mes lo descontaba del pago que le realizaba a Rufina mensualmente que eran dos reales, cincuenta céntimos de la peseta.
Pero ahí solo no se quedaron las diabluras de los gemelos sino que hicieron otras trastadas incluso con mayores riesgos para la seguridad de la familia y de sus bienes. De esta forma una mañana prendieron fuego con un misto al baúl de ropa que la madre solía guardar una vez pasada la temporada de invierno para el año siguiente con el peligro de que hubiera ardido toda la casa. A la llegada del padre, Cayetano, de su jornada de trabajo en el ayuntamiento, cogió a los dos hijos, los hizo sentar en el sofá y a cada uno de ellos para que escarmentaran y no volvieran a repetir semejante fechoría les dio una cerilla ardiendo que no podían tirar al suelo hasta que se consumiera entre sus dedos. Los gritos de los dos gamberrillos conforme el calor les llegaba a sus huellas dactilares llegaron hasta el Paseo. Lógicamente no volvieron a ser reincidentes en esta materia, no en otras.

Año 1947. Don Guillermo Ruiz Jiménez con sus alumnos en la casa donde luego vivió el matrimonio Lobillo-Corbacho. Eran tiempos donde las aulas estaban separados por sexos y donde el `numerus clausus´ no existía. Foto: Retratos de Jimena. Ediciones OBA.
Hasta aquí llegaban los gratos recuerdos que procedentes del pasado se me fueron agolpando en la mente conforme le fui preguntando a Isabel, la esposa de Diego, por lo que había sido de sus padres.
Aproveché también esa visita y antes de dar por finalizado este apartado, inmerso en el ambiente relajado y de confianza mutua que me hallaba, curioseé para saber sí lo de, «La Francesa», era mote y a qué correspondía; todo ello enmarcado en esa Jimena tan profunda y prolija donde emplear apodos con cualquier persona era lo más corriente, existiendo pocos vecinos de no llevarlo a cuesta a lo largo de sus vidas como seña de identidad y arrastrado desde generaciones anteriores, incluso suplantando sus nombres de pilas.
En este caso me interesé si era debido a cualquier anécdota que le hubiera ocurrido a Frasquita o ya venía de sus antepasados.
Por el contrario, se me aclaró que no era tal apodo en su sentido estricto sino que respondía realmente a la nación vecina donde viola luz su padre vio.
Así, el progenitor de Frasquita, de nacionalidad española sin embargo nació en Francia donde su abuelo se fue a trabajar a finales del siglo XIX. Luego el padre regresó al pueblo y se puso a trabajar en la RENFE de la estación de tren de Jimena, naciendo posteriormente ella, pero cuando ya ese añadido geográfico se le había puesto a la familia y que en su caso se hizo tan común y generalizado además para diferenciarla de la otra Frasquita, la Ortiz, que a poca distancia también hacía churros en su puesto en la fachada del bar Becina.

Año 1965. Frasquita Ortiz Sanjuan,la que tenía su puesto de churros en la fachada del bar Becina. Foto; Retratos de Jimena. Ediciones OBA.
Camino migratorio inverso, pensé, la de la familia de Frasquita, al que obligados por las penurias económicas tuvo que realizar, pasado el tiempo, sobre todo en la década de los años sesenta del pasado siglo, tantas y tantas familias jimenatas que acabaron forzosamente teniéndose que marchar del pueblo para ganarse sus sustentos, en Francia o donde fuera, dejando las casas y las calles del pueblo casi desérticas.

Años 60. La emigración laboral jimenata con destino al norte de España y a los países europeos como en tantos pueblos andaluces causó una sangría tremenda en su población. Fuente, Google.
Precisamente Diego Rocha fue uno de ellos. Inicialmente en marzo de 1961 marchó a tierra francesa, junto a Estrasburgo. Luego, a Alemania, donde continuó trabajando, ahora en el entorno de la capital financiera, Frankfurt, precisamente en Hanau tendría a su primer hijo en 1970. Más tarde, en los aledaños de la portuaria ciudad de Hamburgo, desde donde regresaría a Jimena en 1974.
Durante ese tiempo, tuvo la única pausa del servicio militar. Se pegó el gran susto cuando se presentó en el ayuntamiento de Jimena para tal fin y le dijo el funcionario, Salvador Corbacho, que estaba declarado prófugo, sin que el Consulado español en tierra germana, donde constaba inscrito, le hubiera comunicado nada.
Al final todo quedó resuelto, como sucedía entonces, por la gestión de un familiar influyente y acabó cumpliendo la mili en Tarifa.

Diego Rocha, tras su periplo laboral europeo, encontrándose ya de lo más cómodo y con mejor clima en su Jimena natal con sus gentes y con el uniforme de policía municipal. Foto: Diego Rocha Sánchez.
En su regreso laboral a España en la citada década de los años setenta, prestaría sus conocimientos laborales adquiridos en la planta Acerinox de Algeciras, teniendo a su hija, el 14 de octubre de 1976, y de ahí pasó a ingresar en la policía local jimenata el 1 de enero de 1977.
Guardaba de Diego Rocha, entre otros recuerdos, los días de gloria que contribuyó a dar al CD Jimena, formando parte del conjunto de fútbol donde jugaba y entrenaba el gallego, Moncho, extraordinario deportista de élite, hermano del farmacéutico, José Regueira Ramos, que lideró un equipo de jugadores aficionados invencible ante los rivales de similar categoría pertenecientes sobre todo a la comarca campogibraltareña y a sus alrededores.

Año 1960. Diego Rocha formando parte del equipo de Jimena CD, en el instante que su entonces presidente, el practicante, Miguel Cuenca Avilés, está haciendo un reconocimiento del club por el buen hacer de Moncho Regueira Ramos, como entrenador y jugador. De izquierda a derecha. En primera línea: Alfonso López Sarrias/ Rafael Picón Manzano/ Miguel Cuenca Avilés/ Manolo Gallego Macias/ Detrás: Juan Rondán Angulo/ Ramón Regueira Ramos, “Moncho”/ Diego Rocha Sánchez, mirando de frente a la cámara de foto / Detrás: José Gómez Sánchez/ y José Meléndez Duarte. Fuente: Retratos de Jimena. Ediciones OBA.
Entrando en esta materia futbolera del pasado, me contó Diego -ya jubilado del cuerpo de la policía municipal desde el año 2007- el caguelo que pasaron los jugadores del CD de Jimena el día de aquel año de 1960 que les tocó competir contra el equipo, Unión Deportiva Tesorillo.
Forzados por la insuficiencia presupuestaria del equipo, se desplazaron a dicho lugar montados encima del remolque de un camión. Como la entonces pedanía del Tesorillo no tenía campo de fútbol, el partido debía celebrarse en una parcela con una parte cubierta de cemento y la otra de tierra que se hallaba a la otra orilla del río Guadiaro, en la zona del Secadero, núcleo de población perteneciente ya al malagueño municipio de Casares, espacio puntualmente futbolero, solo entre partido y partido, ya que estaba reservada la parte de cemento a la exposición al sol y al aire del arroz que se producía en su entorno al objeto de restarle humedad.

El recinto de fútbol de la Unión Deportiva Tesorillo, justo en su círculo central según difícilmente se aprecia por la cal pintada en su suelo, situado en la vega del Secadero donde jugaba el equipo local, constatándose en esta instantánea «el patatal» que estaba hecho, donde en la parte terrícola del campo se hacía tan difícil por la irregularidad que ofrecía la superficie poder localizar visualmente dónde se hallaba el balón. Más compleja aún se hacía la práctica equilibrada de este deporte porque el campo estaba formado por dos franjas longitudinales, una de tierra con la vegetación silvestre que le hubiera dado la gana brotar, la de la mitad inferior de la imagen, y la otra, mitad superior de la foto, donde acababa al filo de donde se hallan los espectadores, eso sí que era afición, de cemento, y que servía entre partidos para secar el arroz que se producía en los alrededores, Foto: Juan Riscos Sánchez y Ernesto González Lobo
De ahí tomó la denominación El Secadero, que en la actualidad es un núcleo de población con cierta significación; entonces una vega llana despoblada con solo una Venta, el bar Macías, a pie de carretera y con una casa más, así como, con el paso del tiempo, conteniendo una serie de chozas de gentes pobres que se fueron estableciendo paralelos al canal y que en las crecidas del río y en los temporales de lluvias y vientos eran los primeros en verse enormemente afectados.

Año 1958. Carretera desde la Costa a Tesorillo, a la altura del Secadero (Casares, Málaga) donde se encuentra el límite con el municipio de Jimena, observándose a mano derecha el bar Macías ya aproximándose en fecha a la finalización del nuevo puente de hormigón sobre el río Guadiaro. Se percibe en la obra del puente una grúa. Fuente: Miguel Solis Domínguez, “Quiero a Tesorillo”.

Año 1952. Trabajadores de San Martín del Tesorillo plantando arroz, que, junto al puente de madera, era entonces otra de las señas de identidad diferenciales de esta parte del municipio de Jimena del resto de los pueblos de la comarca campogibraltareña. Introducido en 1902 por los Larios quedó prohibido en 1917 a consecuencia del paludismo que infectó a este núcleo de población. En 1937, el financiador del golpe de Estado del general Franco y nuevo propietario de esas fincas, Juan March Ordines, logró reintroducirlo, volviendo a surgir la misma epidemia hasta la década de los años setenta en que dejó de culttivarse por no ser competitivo. Fuente: «Quiero a Tesorillo».
Pues bien, para llegar hasta la singular parcela futbolera, había que atravesar, pasado San Martín del Tesorillo, un puente de madera existente sobre el río Guadiaro que ofrecía a simple vista una gran fragilidad.
Era continuidad al estrecho ramal de carretera, que aún se conserva, entonces con más baches que asfalto, que se iniciaba, procediendo de Jimena y pasada la recta de Barría, enfrente justo de la antigua estación de tren de Castellar de la Frontera; senda construida en su día como camino por la saga de los Larios que fueron dueños de la mayoría de las fincas del municipio jimenato para dar salida, vía ferrocarril, a sus producciones agrícolas, y restaurado y asfaltado posteriormente por los prisioneros republicanos tras la guerra incivil, y que finalizaba en el cruce que conducía a mano derecha a Guadiaro, y a su izquierda a San Enrique y a la costa.

Año 1960. Estado de deterioro que ofrecía el puente de tablones de madera sobre el río Guadiaro, pasado San Martín del Tesorillo, cuando el equipo de fútbol del CD Jimena, transportado sobre la carrocería de un camión tuvo que atravesarlo. Foto: Portal de facebook, «Quiero Tesorillo». Rosa Estorach.
El paso lento del vehículo pesado por la pasarela, única forma de cruzarlo, cargado del personal deportista con sus respectivos bultos conteniendo los equipamientos, conforme iba adentrándose, aumentaba el chirriar y el temblor de la frágil estructura, formada a base de tablones, ladeando en el recorrido algunas de sus traviesas. Ello llevaba a que los pasajeros, sin asientos y de pie fuertemente agarrados a las barandas laterales de la batea, acojonados vivos, acordándose de sus familias y los creyentes de la Reina de los Ángeles, fijaran con vértigo la mirada en el fondo del lecho que en aquel momento portaba un gran caudal de agua.
Temían, me fue comentando Diego, poniéndose en lo peor, que los que sobrevivieran a un posible desmoronamiento de la infraestructura viaria, con la consiguiente caída al vacío del cargado transporte, acabarían por tener que salir del cauce del agua nadando cuando bien pocos sabían flotar…

Año 1961. Agachado: Juan Vallecillo Durán. De pie: Diego Rocha Sánchez, ya de vuelta en el campo de fútbol, El Cañaveral de Jimena de la Frontera. Foto: Retratos de Jimena. Ediciones OBA.
Entre otros temas de interés que hablé con Diego, entre el tapeo de jamón y los sorbos de cerveza con que fui generosamente agasajado, era la hora del aperitivo, me sorprendió el hecho casual, porque surgió como cabo suelto a lo largo de la conversación mantenida, que me contara que cuando niño su padre le habló que antiguamente el ayuntamiento de Jimena, antes de ubicarse en calle Sevilla, estuvo cercano al Castillo, prácticamente al lado de la iglesia de la Misericordia.
Tomé buena nota de ese dato y posteriormente, entre los huecos libres que me ha ido dejando la investigación para seguir próximamente hasta su conclusión con los relatos escritos que llevo aquí publicando sobre la historia de la saga de los Larios, no paré de seguir profundizando en textos y consultando a otros vecinos longevos para ofrecer en un inmediato futuro, conteniendo enormes sorpresas, hasta dónde he llegado en la indagación del pasado histórico de la jimenata Casa Consistorial.

Agosto 1957. A mano derecha con las banderas en el balcón, el entonces y actual ayuntamiento de Jimena en calle Sevilla, llamada bajo el franquismo, José Antonio Primo de Rivera, en homenaje al abogado jerezano fundador de la Falange Española. Se puede observar enfrente, donde hay una menor en la puerta, el antiguo cuartel de la Guardia Civil, hoy casa de la Cultura, «Leopoldo de Luis Urrutia», cordobés, reconocido poeta nacional que llegó a Jimena como prisionero republicano para realizar obras de infraestructuras de carreteras y ferroviarias de cara a que le fueran reducidas penas carcelarias y que acabó casándose con la estacionera, Antoníta Gómez Sierra , Asimismo, se puede ver el inmueble que hay a continuación de la casa Consistorial donde aún Rafael Castilla García, que posteriormente se fue a vivir allí tras casarse con Virginia Ramos, no había construido el edificio de nueva planta que hoy figura a continuación, restándole realce a la casa municipal y que ya corresponde como puede observarse en la imagen que viene a continuación, a una tipología arquitectónica, con cierro en la segunda planta de la fachada, producto del desarrollismo de los años sesenta que tanto daño hizo al homogéneo paisaje urbano del casco histórico de Jimena, como en tantos otros pueblos de Andalucía, ajeno por tanto al modelo tradicional de casa, con la típica reja saliente, tal y como aún figura aquí, y que en aquel tiempo, en base a una falta de conciencia y fascinado por una falsa modernidad, tan poco se respetaba su conservación, aparte de que encima había que pagar arbitrios municipales por ocupar físicamente o su vuelo una parte de la acera. Foto; diario «Área del Campo de Gibraltar» editado en la Línea de la Concepción

Año 1962. El ayuntamiento de Jimena con la casa que le antecede ya construida y que le competía, tal y como ha sido comentada anteriormente. Foto: Retratos de Jimena. Ediciones. OBA.
Pues bien, volviendo a la conversación con Diego Rocha, me contó también que a mediados de 1959, hallándose casualmente en el ayuntamiento para arreglar unos papeles de su padre, se presentaron en el edificio unos forasteros para entrevistarse con el entonces alcalde, Juan Trillo Trillo, médico de Jimena junto a Juan Marina Bocanegra, así como el represaliado por el franquismo, José Montero Asenjo, que por haber sido masón y republicano solo podía ejercer su profesión en la medicina privada, cuando todo el mundo estaba más tieso que la mojama.
El otro médico, Manuel Lastres Abente, que vivía en la Estación, se acababa de marchar con destino a la nueva plaza de facultativo en Marbella, dejándose su casa en el flamante barrio de Michigán sin terminar y por tanto sin habitarla, aunque hasta con la placa puesta en el portal, por lo que poco tiempo después procedió a venderla a «los huérfanos», los hermanos Gómez García, comerciantes y carpintero de la Estación.
Esperó Rocha a que esa entrevista en el despacho de la alcaldía terminara, ante la curiosidad y la expectación que la inesperada visita desconocida en la agenda del alcalde para ese día había despertado entre el propio personal municipal. Al final resultó que eran los promotores de una película de gran producción, franco-italo-española, que portaban el deseo de que se pudiera rodar muy próximamente en la localidad.
Al salir el alcalde de su despacho y encontrarse con Diego de frente le dijo: «como bien conocedor que eres de las gentes del pueblo, tú Diego te vas a poner a disposición de estos señores para, según me han pedido, encargarte de presentarles lo que te vayan pidiendo sobre todo a vecinos del pueblo para que trabajen como extras en el rodaje de una película». Y más contento que unas Pascuas se puso Diego a iniciar su labor.

Año 1959. El paisano, Gonzalo Torres Saavedra, proyector de las cintas cinematográficas en el cine Capitol de Jimena y que acabaría, en sustitución de Diego Rocha, siendo el que proporcionaba los extras jimenatos a los responsables del casting para el rodaje de «Los Tres etc… del Coronel». Aquí lo vemos totalmente familiarizado con los protagonistas del rodaje en compañía de los actores secundarios, Nicolás Perchicot y Juan Buero. Fuente: Retratos de Jimena. Ediciones OBA.
Posted on noviembre 13, 2018
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