LA CALLE Y CASA DE JIMENA DONDE NACÍ
Ignacio Trillo
Vine al mundo en la casa de Jimena situada en la calle San Sebastián del barrio abajo donde figuraba el número diez en su fachada principal por encima de un gran portón de entrada. La puerta trasera de la vivienda, por aquel tiempo llamada falsa, daba a la calle Larga y estaba enumerada con la cifra 21. Mis padres se la habían alquilado a Luis Luque Huertas que era primo hermano de mi madre.

Año 1891. Calle San Sebastián. A mano izquierda donde se halla la señora de pie, y tras las dos rejas que tiene detrás, estaba la entrada a la casa donde nací. Fuente: Ediciones OBA.
Ocurrió este arrendamiento un año antes de mi concepción. Tres meses después de arreglar el inmueble, amueblarla y adaptarla para vivir, como también para clínica médica, mis progenitores contrajeron enlace matrimonial religioso en la Estación en el Convento de la Reina de los Ángeles, teniendo mi padre treinta y nueve años y mi madre veintiocho.

Mes de marzo del año 1950. La boda de mis padres en el convento de la Reina de los Ángeles. Delante, mi prima, Lolita Casas Huertas. Foto Propia.
No eran tiempos para nacer en hospitales maternos ni en otros centros sanitarios. El más cercano a Jimena estaba en Algeciras. Distaba treinta y cinco kilómetros. Se tardaba en llegar una hora y larga a través de aquellas infernales carreteras repletas de baches y con tramos sin alquitranar. El pueblo carecía de centro de salud de atención primaria y la curación a los pacientes se efectuaba directamente en las clínicas que los médicos tenían instaladas y costeadas por sus propios bolsillos en sus domicilios familiares.
El tío mío que tenía alquilada la casa a mis padres, Luis Luque Huertas, vivía a la entrada del pueblo, dando a las cuatro esquinas. Tenía una tienda de comestibles y una panadería. Para el establecimiento comercial se entraba por la puerta que estaba al inicio de El Paseo, enfrente del bar Cuenca.

Año 1962. Vista desde El Paseo. Las cuatro esquinas del barrio abajo. A mano izquierda el bar de Ernesto Cuenca con las mesas en su puerta ocupadas por su clientela. Enfrente, la tienda de Luis Luque Huertas con los tres balcones en su fachada. Fuente Ediciones OBA.

Año 1960. Entrada a lo que fue El Paseo, ahora recién demodeldo. Vista desde las cuatro esquinas. A la izquierda, la tienda de Luis Luque y enfrente el edificio del bar de Ernesto Cuenca y la pensión en su parte alta de su hermana, Milagros. Fuente: Ediciones OBA.
Era una tienda en parte de productos de primera necesidad, con legumbres, charcutería, carnicería y todo tipo de alimentos; también azúcar y sal al peso. Igualmente ofertaba aceite de oliva a granel que despachaba con un antiguo artilugio. Lo tenía al lado del peso, ajustado sobre el mostrador donde se atendía al público rellenando las botellas vacías que traía la clientela, a modo de los actuales grifos de cerveza, nutrida por una goma conectaba con un bidón que ocultaba bajo el tablero dotado con un agujero y de una especie de termómetro que marcaba el volumen solicitado.
Asimismo, poseía un molinillo de café muy grande para moler sus granos. De igual forma, vendía bebidas y servía tapas.
Tenía en su cuadrilátera habitación todas las paredes cubiertas por fino mobiliario de madera oscura a modo de una gran vitrina con muchas estanterías, aparte de mobiliarios interiores donde estaban los productos clasificados y cerradas sus puertas acristaladas bajo una llave maestra. En el exterior de la fachada se ubicaba de la misma forma un escaparate tras una reja.
Además, era estanco de expendeduría de tabacos. De hecho, tenía pintada la bandera nacional en los bordes de la puerta de entrada.
Desde chico, en la curiosidad de querer saberlo todo, no me cuadraba que la casa de Luis Luque, si era una tienda, tuviera pintada la bandera de España en su entrada, como si fuera el edificio del Ayuntamiento o el cuartel de la Guardia Civil. Hallé la respuesta, bueno me la complicó, un desafecto al Régimen de Franco, como le llamaba entonces la oficialidad. Se trataba de un chavea, mayor que yo, que sería hijo de «un rojo».
Me explicó en voz baja para que nadie se enterara que la verdadera bandera de España la tenía prohibida Franco por ser republicana y contaba con tres colores, por eso el Consistorio y el Cuartel habían copiado la bandera del estanco de Luis Luque.
Qué lío para un niño. Después de mayor caí en que era producto de la guasa que siempre caracterizó a este simpático jimenato.
Justo frente a otro acceso en la misma planta y fachada, que se realizaba a través de una pequeña puerta que para entrar había que subir dos estrechos escalones, Luis Luque, dentro del mismo espacio comercial continuo, tenía una parte del mostrador donde servía aperitivos, antes de los almuerzos y de las cenas, a base de tapas procedentes de la misma charcutería de la tienda, acompañados de copas de vino fino, La Ina, vermut, Cinzano, o biberones de cerveza, Cruz Campo.

Tienda de Luis Luque. Apartado de bebidas, consumo y tapeo. Además era comercio de comestibles y en la planta de abajo tenía la panadería. Aquí figuran, probablemente celebrando un cumpleaños, a base de champán: José Pérez Navarro, Bartolo Luque Barranco, Jacinto Boza Córdoba, Antonio Leal Estrada, Francisco Pérez Pozo, desconocido, Jacinto Coronil Sarrias y Francisco Rodríguez Pérez. Fuente: Ediciones OBA.
A la vez a su derecha disponía de un pequeño apartado que estaba separado de la tienda por una mampara -era un mini tabique de medio cuerpo, mitad madera y otro tanto de cristal biselado- para preservar cierta intimidad y con una ventana con reja para que entrara la luz a la vez que se viera cuanto pasara por la calle y lo que ocurriera enfrente, en la acera y bar de Ernesto Cuenca.

Año 1952. Mi padre sacándome a El Paseo. Se ve en obras lo que sería la tienda de Luis Luque Huertas. Se puede apreciar el banco de piedra que existió donde estoy de pie y sobre su superficie, delante mía, figura la cartera para sus consultas médicas. Se observa, igualmente, detrás mía, la columna blanca que se elevaba a la entrada de El Paseo.. Detrás de mi padre, se ubica el bar de Ernesto Cuenca Cobalea, con las rejas y los balcones salientes. Al fondo de la imagen, las cuatro esquinas, y el bar Carrillo, donde además vivía en su parte alta la familia Gómez Lozano, padres de Juan Carlos y Miguel Ángel. A la derecha, la casa de la tienda de Ángeles Luque Huertas y Manolo Castilla Barranco, padres de Anita, Tobi, Eloisa y Luz Mari, que acabó extendiendo su negocio a materiales de la construcción y a promotor de viviendas. Foto Propia.
Algunas noches se personaba mi padre con el vecino, Juan Lobillo padre, a echar un buen rato de tertulia con Luis Luque. Disponía de una mesa redonda, un sofá y dos sillones. En invierno, la esposa de Luis, Mariana Gil, cubría la mesa de tela hasta el suelo y colocaba un brasero debajo para calentar a los que se presentaban.
Aunque tras esta descripción en detalle pudiera suponerse que ese espacio de negocio al público pudiera ser asimilable hoy en día a la dimensión de un gran centro comercial, era todo lo contrario. Se hallaba, cuanto existía y se mostraba, recogido en apenas un centenar de metros cuadrados de superficie y donde todo cabía.
En las tiendas de aquella época en que los bolsillos andaban más tiesos que la mojama, era normal la compra dejando a fiar. Se apuntaban las cuentas de los deudores a lápiz, el bolígrafo aún no había hecho acto de presencia en el pueblo ni se le esperaba, sobre un basto trozo de papel de estraza; el mismo que se empleaba para envolver los mandados.
Eran notas sueltas por cliente, con el concepto, fecha de la retirada y la cantidad pendiente de liquidar. Se iban clavando y acumulando en un gancho metálico que estaba a la vista del público. En el caso de la tienda de Luis Luque, detrás del mostrador donde se atendía a la clientela.
Esas anotaciones quedaban a la espera de que se fueran saldando. Si los saldos a deber de un comprador iban aumentando con celeridad, a partir de un momento determinado, a criterio del tendero, se dejaba de fiar. Para volver a sacar algún que otro producto tenía que ir abonando a tocateja más dinero que el valor de lo que como nuevo adquiriera para disminuir el adeudo; así, hasta liquidar la trampa.
Vaya si se notó la marcha de muchos jimenatos a trabajar a Francia, Barcelona o Alemania. El taco de papeles clavados en el gancho fue aligerándose rápidamente a consecuencia de las remesas de dinero que comenzaron a mandar los emigrantes a sus familias.
Luis Luque, también era titular de una panadería instalada en el sótano del mismo edificio. Contaba con un gran horno de leña y su entrada se efectuaba por la calle Romo. Me encantaba los días de verano, permanecer allí dentro a pesar del calor, oliendo el pan que se iba haciendo y observando el artesanal oficio, en tanto mis padres iban al cine, hasta que me echaban los panaderos porque en tanto amasaban y les daban formas a las teleras se ponían a contar chistes verdes. En aquella temprana edad aspiraba a ser de mayor artesano de este quehacer.
Su hijo, José Luis, aparte de primo segundo, siempre formó parte de mi núcleo de amigos, Y su hija, María Luisa, al ser mayor no me acompañó directamente en mi crecimiento aunque la recuerdo perfectamente. Era muy desenvuelta y espabilada.
Ese gran inmueble del pariente Luque fue construido durante mis primeros meses de existencia y fue el único del pueblo que estuvo pintado de color marrón claro, por aquello de alguna modernura que se llevara al instante de la finalización de sus obras.

Año 1959. El Paseo como quedó para el rodaje de la película «Los 3 etc del Coronel». A la izquierda, el balcón de la tienda de Luis Luque Huertas cuya fachada quedó encalada de blanco. Los cables están tapados con unas cuantas enredaderas. Debajo del balcón, charlando, Manuel Castilla Barranco, tendero y comerciante, que vivía al lado de su cuñado Luque, e Isidoro Vázquez Sánchez, veterinario, con domicilio en calle Sevilla. Al fondo, el edificio de escayola que fue alzado para el rodaje, simulando el palacio donde se hospedaba el jefe militar de las tropas francesas ocupantes. Foto: Propia.
Ocho años después de edificado y para el rodaje de la película, «Los tres Etcéteras del Coronel”, sería en su integridad encalado de blanco y de gañote al correr a costa del presupuesto del film. Ocurrió con todas fachadas de las casas del pueblo que presentaban un estado de cierto deterioro o se salían de la fisonomía típica de pueblo serrano. En la misma dirección, las ventanas de los inmuebles que carecían de rejas fueron puestas de madera. Los postes y los cables de teléfonos y de la luz quedaron envueltos de enredaderas de plantas. Se trataba de armonizar el blanco paisaje arquitectónico del lugar y adaptar su trama urbana al guión cinematográfico para retrotraerlos a la época de la guerra de la independencia contra los franceses, inicios del siglo XIX, cuando ni la electricidad ni la telefonía habían sido inventadas.

Año 1962. La calle San Sebastián. Ediciones OBA.
La calle San Sebastián era ya muy visitada en aquel tiempo por cuantos `yanitos´, habitantes de Gibraltar, único turismo existente, se personaban los fines de semana para admirar el pueblo. Nos impresionaban de ellos los elegantes, coloridos y desconocidas marcas de los coches despampanantes que conducían. Los pocos que había en el pueblo, la mayoría tartanas, o eran negros o grises. En sus recorridos peatonales por las calles, los niños no parábamos de molestarles, pidiéndoles que nos tiraran peniques, al grito de, «moni», «moni», como sí tras un bautizo de un padrino roñoso se tratara.
Entonces, tan pequeño, lógicamente no sabía lo que realmente les quería decir: “money, money”, dinero en ingles, sino que en la deformación, ignorancia y fantasía infantil de la edad, como nos habían hablado de que habían chimpancés en El Peñón, pensaba que recordándoles mono en el lenguaje anglosajón, que creía que se decía, «moni», y no monkey como realmente es, nos echarían las monedas como les lanzarían comida a puñado a los simios.
El caso es que no sabía si lo pronunciábamos bien, pero el reclamo del “moni” funcionaba y acabábamos por los suelos peleándonos por coger la calderillas de `los yanitos´.

Año 1957. El cuerpo de seguridad local, es decir: «Los municipales» de Jimena: Domingo Gómez Holgado, Pedro Ortiz Tinajero, Francisco Hormigo Durán y José Rondón Gallego. Fuente: Ediciones OBA.
Así, hasta que llegaban a toda prisa, las fuerzas y cuerpos de seguridad local, encabezado como único represor, bien por el municipal Hormigo o por Rondón, con cierto nerviosismo y portando en sus manos un vergajo negro, de goma o cuero macizo, ya fuera de la funda que le colgaba de un lateral del cinturón, y, entonces: ¡pies para qué te quiero!, ¡a juí (huir)!

Año 1963. Calle San Sebastián. A mano izquierda, en primer plano y en la primera planta, el cierro de mi casa. Enfrente, el balcón de la casa del juzgado. Al fondo, el Arco del Reloj del Castillo. Pintado al óleo.
También recuerdo los artistas de la pintura que con su atril y materiales del oficio se instalaban durante pacientes horas a mitad de la calle San Sebastián sentados en una pequeña silla de tijeras que portaban para reflejar con los pinceles en los cuadros fijados en los atriles la armónica arquitectura de sus casas y como telón de fondo en la parte superior la silueta del Castillo.
En aquel tiempo no había red de tuberías de saneamiento. De vez en cuando, las aguas residuales que transcurrían por un pequeño túnel de ladrillo existente en el subsuelo, se atascaban y afloraban a la superficie como un riachuelo bajando por la calle. También era normal que cuando los paisanos salían de las casas, aparte de encontrarte con los vecinos y darles las buenas, vieran también animales sueltos, más allá de los gatos y perros callejeros que los eran todos.

Año 1963. Cochinillos entrando en el portal de una casa como cualquier otro vecino. Estación de los Ángeles de Jimena. Fuente: Ediciones OBA.
No estaban los tiempos para mascotas. Se trataban de gallinas, cerdos, cabras y hasta algún que otro caballo, mulo o borrico, sueltos, que se escapaban de las casas o les obligaban a salir para que se buscaran los alimentos donde fuera.
Era normal que dichos ejemplares compartieran espacios en el interior de las casas a modo de ayuda económica complementaria para seguir subsistiendo, matando el hambre de tarde en tarde bien por los huevos que pusieran, la leche que aportaran o la carne generada tras su sacrificio.
A los niños chicos nos enseñaban, por su parecido, diferenciar, las murtas que como frutos producen los arrayanes, de las cagarrutas de las cabras para que éstas no nos la metiéramos en la boca. Las murtas nos encantaban, echándonoslas al estómago tras masticarlas bien, aunque acabáramos poniéndonos la boca totalmente ennegrecida.
Junto a mi casa, en su número de más arriba, estaba la barbería de Juan León y más abajo lo que luego sería la sala de baile de “Los Tres Saltos”. Antiguamente los tres inmuebles formaban una unidad y pudo ser un convento de monjes.

Año 1951. Calle San Sebastíán, a pie de la casa donde nací, de la mano de mi madre y de mi padre. Detrás de mi madre, vestida de luto por la muerte de su padre, mi abuelo, Bartolo, asomando la cabeza, Ángeles Gil, la mujer del barbero, Juan León. Fuente: Foto propia.
De las dos plantas que tenían las viviendas de Juan León y de mi familia, antes de efectuar reformas, en 1959, hacíamos la vida en la parte baja. Muy fresquita en verano pero que nos pelábamos de frío en los largos inviernos húmedos de aquel tiempo.
La planta alta era diáfana. Solo se utilizaba para almacenar o secar los productos del campo, como las patatas, y para tender la ropa en aquellos largos períodos lluviosos y ventosos. En el verano caluroso, las prendas lavadas se tendían en el patio y en el corredor de abajo. Se aseaban los vestidos en grandes lebrillos, de cerámicas o metálicas, complementado con una panera portátil de madera o corcho -¿quién iba a pensar que un día llegarían las lavadoras automáticas?- sobre los que se le restregaba, una y otra vez, el taco amarillento de jabón de la marca “Lagarto”, u otro hecho en plan casero reciclando el aceite usado con sosa caústica.

Año 1953. María López León, restregando la ropa sobre una panera. El agua, en un lebrillo metálico. Y todo, encima de un barril. Era la lavadora de aquel tiempo. Fuente: Ediciones OBA.
También en esos lebrillos se tintaban las prendas con agua hirviendo y sirviéndose con un palo o caña para removerlas, elevarlas y dejarlas de caer, para que cogieran bien el color que se tratara. Era muy usual entonces y así se aparentaba además que se estrenaba ropa.
En la parte de mi casa y encima del tejado sobresalía un espléndido mirador, pero del que no tuve conocimiento hasta que a partir de 1959 tras una gran obra nos fuimos a vivir al piso de arriba. Con escaleras de maderas se accedía a la única habitación que tenía en todo lo alto del torreón con cuatro ventanas que proporcionaban unas vistas espléndidas.

Año 1946. Mirador de mi casa, tras Raimunda Rey, Eugenia Gómez Llaves, Mari Lobillo y Ángeles Fernández Sánchez. Fuente: Ediciones OBA.
En su parte norte, se veía el barrio arriba y el Castillo. Al Este, en dirección a San Pablo de Buceite y Gaucín, las sierras Crestellina de Casares y los Reales de Estepona. Al Sur, la Estación de tren de los Ángeles. Y al fondo en esa misma perpectiva, los días claros, se apreciaba, desde el boquete de Manilva, pasando por el cerro Carretero que por su forma cónica cuando tuve uso de razón pensé que se trataba de un volcán apagado, hasta el Peñón de Gibraltar. Y al Oeste, el río Hozgarganta con las colindantes huertas de frutales a la altura de La Tosca y la Pasada de Alcalá.
No obstante, el aire y el viento corrían por esa altura de la torreta que era una barbaridad. Acabó mi familia sellando las ventanas con tablones de madera porque sus maderas salían volando y entraba el agua de lluvia, aparte de que se colaban los pájaros, se llenaba de nidos, y dejaban todo hecho una mierda.
Antes de que llegaran las neveras y frigoríficos, los alimentos y las comidas sobrantes bien poco se tiraban entonces a la basura.
En invierno, se guardaban en las alacenas hechas de obras. Especie de armarios de cocina incrustadas en los muros de las casas pero en la habitación o hueco que más fresquita fuera, dotada de repisas de obra y de cristal y con puertas o ventanas de cierre.

Julio del año 1956. Delante del pozo de mi casa que estaba junto al patio y servía de nevera en verano. Fuente: Propia.

Año 1949. Eugenia Ramos Gil, en sobre el pozo del patio de la casa donde vivía pegado al Cine Capitol en calle Sevilla y con puerta falsa a calle Romo. Fuente: Ediciones OBA.
Por el contrario, en la época de calor, se conservaban fríos en el interior de un pozo a través de un cubo metálico de zinc, o dos, que se introducían hasta toparse con el agua. Se bajaba el recipiente, ayudado por una soga que circulaba desde la altura de una garrucha clavada en el techo en la vertical al centro del pozo.
Así, desde su boca hecha de obra se bajaba el cubo cargado hasta contactar con el nivel de agua, que en la época de las calores bajaba drásticamente de profundidad, teniendo cuidado que el líquido elemento bañara la mayoría del lateral del cubo para mantenerlo frío pero sin que le entrara por su borde superior para que no se mojaran los alimentos y se echaran a perder. Allí se dejaba reposar durante horas, incluida la noche, hasta su consumo.
Aún recuerdo en el almuerzo a la hora del postre el fresco y rico sabor de las sandías y melones procedentes del interior del pozo. En este caso, se empleaba un cubo viejo con fisuras por su culo para que el agua cubriera las frutas pero sin que se llenara para que no se salieran los productos que no flotaban con destino al fondo del foso.
En ambas ocasiones, había que tener mucho tacto a la hora de sacar el cubo cargado para que no se desestabilizara por el peso yéndose a un lado la cuerda sobre el asa y volcara, dando al traste la operación de refresco y los propios alimentos.

Cocina antigua. Cafetera de puchero. Olla. Panchas calentándose. Molinillo para moler granos de café. Estera Fuente: «Cádiz Gusta».
Las cocinas eran de carbón vegetal a la que había que encenderlas empleando materiales fácilmente inflamables, -vegetales secos, papel o cartón- que se prendían con cerillas de Fosforera Española, para continuar echando aire manual con un soplillo hecho de esparto y con mango de madera hasta que cogiera bien el fuego y no se apagara.
En la misma cocina sobre el poyete construido de obra estaban las hornillas para el hogar, lugares por donde salía el fuego para preparar la comida, a la vez que servía también para calentar las planchas de hierro de cara a alisar la ropa. Las planchas que tenían cabidas en su interior y disponían de una puertecita se las alimentaba con ascuas del fuego; bien extraídas de la misma cocina o del brasero de invierno.
Sobre otro poyete, también de ladrillo de barro cocido, se empleaban dos lebrillos como fregaderos y lavaderos para fregar la cubertería y demás alfarería o tiestos metálicos usados en las comidas y preparativos. Tenían en el fondo agujeros y tapones sueltos de corcho para desagües o para retener el agua tras el jabonado y lavado. Para evacuar, se abrían los tapones y las aguas usadas caían a dos cubos metálicos a ras del suelo que luego se reutilizaban para el retrete.
En Jimena no había tradición de chimeneas y el vecindario se calentaba el cuerpo en las mesas camillas con braseros a base de picón y darle a la badila, paleta metálica para remover la candela, coronadas con una copa móvil de alambre para proteger de algún despiste de cara a que nadie se quemara el calzado.
Entonces las mujeres raramente trabajaban fuera del domicilio a no ser que fuera para el servicio doméstico. Estaban dedicadas a la infancia o a las tareas de la casa, y de tantas horas de tener las piernas dándoles el fuego del brasero, bien cosiendo, bordando o escuchando las novelas radiofónicos de tintes follestinescos, les salían cabrillas.

Año 1957. La calle Larga, a la derecha de la imagen la fachada trasera de la entrada a mi casa de la que se ve la reja y la puerta está antes. Con mi hermano Miguel Ángel que está a mi derecha. Fuente: Propia.
Las tres viviendas contiguas, teníamos en su parte postrera salida a la calle Larga. La mía, la puerta de acceso contaba con el típico redondel en su parte inferior llamada gatera para que los felinos callejeros, entrando y saliendo cuando les dieran la gana, se encargaran de que no hubieran ratones en el interior de la casa, y de camino algo de comida de la cocina conseguían.
También llegó a servir ese agujero en su multiuso, para que una madrugada sin luna, encontrándose la puerta cerrada a cal y canto con la llave y el cerrojo, se produjera el escarceo erótico entre noviazgos, con más de diez años de antigüedad en la relación, situándose cada cual con sus partes en pompa a ambas caras opuestas de la puerta.
Era una época de enorme represión sexual y la imaginación hacía saltar todas las barreras impuestas para su estéril impedimento, bien por los mayores o por los curas, porque, ayer como hoy, la jodienda no tiene enmienda.
Y esa última pieza de la casa, también estaba dotado de un pesebre con dos comedores para ganado mular o caballar. Había servido de cuadra para Luis Luque, su propietario, hasta alquilárselo a mi familia en 1950 y vendérsela en 1959 por sesenta mil pesetas.

El pesebre de una cuadra. Fuente: Google.
Posted on marzo 25, 2017
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