DE JIMENA A CASTELLAR PARA VER MI PRIMERA NOVILLADA
Ignacio Trillo
Un año antes al jueves diecisiete de agosto de 1961 en que presencié en primera persona y en directo la grave tragedia sucedida en mi pueblo natal de Jimena de la Frontera que se saldó con el trágico balance de cinco fallecidos y cerca de un millar de heridos a consecuencia del hundimiento de la plaza de toros portátil allí instalada, asistí en Castellar de la Frontera a la primera novillada contando aún con nueve años.
Aconteció en la jornada del lunes ocho de agosto de 1960 en el municipio colindante a Jimena de la Frontera.
Eran tiempos ajenos a la sensibilidad hoy existente sobre el menor y no digamos sobre el animalismo que ni estaba presente ni se le esperaba. Los espectáculos taurinos eran aptos para todos los públicos sin limitaciones de edades, por más tempranas que fueran las de una parte del público que se sentaba en los tendidos acompañados por familiares o amistades como fue mi caso.
Asimismo, la enorme afición taurina que reinaba en aquel tiempo llevaba a que apenas comenzaba su calendario anual movía a cantidades de personas de un pueblo a otro. Coincidía su inicio tras el domingo de Resurreción, con anterioridad por tanto a la llegada de la estación de calor. Época en que escaseaban las alternativas de ocio y el transcurrir del reloj era mucho más pausado que los revolucionados y estresantes de hoy en día por los hábitos de vida que acaban imperándose. Así pues, sucedía un trasiego continuo de gentío de un lugar a otro, independientemente de los escasos medios de transportes que habían y siempre que el bolsillo además lo permitiera, hecho nada fácil para la mayoría en un periodo de tanta penuria económica como la que aún se atravesaba.
La novillada de este relato se celebró en el interior de la fortaleza del Castillo donde vivía gran parte de la población del municipio, cabeza de señorío y latifundio. Castellar tenía entonces una población de 2.491 personas repartidas entre sus tres núcleos: El Castillo y aledaños, La Almoraima, y su Estación. Junto al término de Jimena, ambos fronterizos formaron parte del antiguo reino nazarí de Granada. Actualmente, de los siete que constituyen la comarca del Campo de Gibraltar, los dos únicos que no limitan con el mar.

Entrada al Castillo por el arco de la torre albarrana. Saliendo para acarrear agua se halla, Orteguita, el hijo del policía municipal de Castellar, Dionisio Ortega Estremera, cuya hija, Ernestina, llegó a torear. Castellar carecía en el Castillo del liquido elemento así como de saneamiento. La luz eléctrica le había llegado pocos años antes.
El entorno elegido para la lidia no podía ser más privilegiado, por su historia y belleza paisajística, aunque con un espacio físico muy limitado para este menester, dificultoso en su desenvolvimiento para albergar la afluencia de público que se esperaba que acudiera, así como para montar la infraestructura taurina más imprescindible. Imposible figurárselo hoy en día.
Semanas antes del acontecimiento, se hizo publicidad de su celebración. Se divulgó a través de los periódicos y de las emisoras de radios de la comarca campogibraltareña. Para ello, se desembolsaron, 551,50 pesetas, que, como todos los gastos que ocasionó el espectáculo, corrió íntegramente a costa del Ayuntamiento de la localidad. Asimismo, el ente público local tuvo a buen recaudo los ingresos que generó el evento.

La Plaza de Armas en el interior del Castillo que se acondicionaría para el espectáculo taurino. Vista tomada desde la pasarela del Alcázar que sirvió de residencia condal.
Se improvisó para esta corrida un ruedo en la pequeña plaza de Armas que está situada a la entrada del pueblo fortaleza, para lo que hubo que cubrir el suelo con arena, a modo de albero, por ser su firme de piedra, que se acarreó desde el exterior al recinto. A tal fin, a los peones encargados de esta tarea se les remuneró con cien pesetas.
También se cercaron las zonas adyacentes y huecos que daban a la plaza, como la entrada al callejón que conducía a la plaza del Salvador, donde se ubicaba el ayuntamiento y la entrada principal al Alcázar nazarí que luego fue convertido en palacio de los Condes de Castellar. De igual manera, se protegieron con tablones de madera los bordes amuralladas de esta plaza y las fachadas de las casas para formar una figura lo más parecido a un redondel, cuyos postreros espacios libres quedaron a modo de improvisados burladeros, detrás de los cuales se situaría el sector más numeroso del respetable.
Otra parte de la concurrencia, contemplaría la lidia ubicada en los pocos balcones y ventanas existentes que daban al improvisado albero y en las partes altas de la muraba cuyas perspectivas caían dentro del campo de visión del ruedo.

A mano derecha a la salida de este arco y a la izquierda del callejón que daba paso a la plaza del Salvador, se situaría la Presidencia de la corrida.
La Presidencia se situaría sobre la superficie superior de los dos cajones de madera en cuyo interior habían viajados los vacunos que se iban a lidiar que a su vez jugarían el papel de toril. Ambos estancos fueron colocados a mano izquierda del callejón techado, antesala al corredor mencionado que penetraba más al interior del Castillo. Eran propiedad de la ganadería, `Hermanos Goizuela´, cuya finca de dedicación vacuna estaba situada en Guadacorte, dentro del municipio campogibraltareño de Los Barrios, limítrofe al suroeste de Castellar.

El nombramiento del alcalde de Castellar, Francisco Fernández Mena, junto a otros, se había producido dos años y medio antes. Diario ABC 27.02.1958
Pues bien, en la superficie alta de uno de esos dos tinglados de madera me colocaron. En primera línea figuraban sentados, el asesor taurino, que cobró 75 pesetas por sus expertos consejos al presidente de la corrida, el alcalde de Castellar, Francisco Fernández Mena, y mi padre, médico y alcalde de Jimena. Entre estos dos últimos y en segunda fila me encontraba con mi madre y el cura de Jimena, Manuel Alegre Rodríguez, que nos acompañó en el viaje desde Jimena como gran aficionado taurino.
Igualmente se hallaban subidos a ese tablado, a ambos laterales y enfrente el uno de los otros, el trompetista y varios músicos jóvenes que recibirían las instrucciones del presidente de la corrida para el inicio del espectáculo con el toque de una marcha musical, el aviso a la salida de cada res al ruedo, el anuncio del cambio de tercio tras las banderillas y para el arranque y corte a los pasodobles taurinos de cara a amenizar las faenas.
Y delante de todos, en cuclillas, pisando los pies en el suelo de la madera, se hallaba el encargado de abrir a pulso el frontal del cajón para la salida del novillo al ruedo, como si de una gran arqueta de agua se tratara. De nombre, Francisco Avilés, uno de los veinte guardas armados que tenía la Casa Ducal de Medinaceli para la vigilancia de 16.600 hectáreas de su propiedad, de las 17.632 que tenía el municipio. Iba dotado aquella tarde de un sombrero de ala ancha tipo cordobés, tal como se aprecia en la foto, y en su mano derecha de una cadena que enrollaba al asa del cajón de cara a facilitar su apertura, con la función de portón del toril.

El corcho extraído del amplio alcornocal existente en el latifundio de la Almoraima, el mayor en extensión de Europa bajo propiedad de la Casa Ducal de Medinaceli, era uno de los recursos más importantes de Castellar cuando la visité por primera vez.
Algunos de los que estábamos subidos encima de este par de cajones a modo de tarima, permanecimos a lo largo del desarrollo del espectáculo de lidia acomodados sobre las tradicionales sillas de maderas que se abren en forma de tijeras y que normalmente se empleaban en bares y tascas, aunque también había algún que otro asiento de enea. Otros asistentes situándose en sus bordes, posaban sus traseros directamente sobre el suelo del cajón y dejaban colgar las piernas al aire.
Así comenzó y trascurrió el acontecimiento taurino, aunque muy diferente a como a mis preguntas, ante la curiosidad que me embargaba el estreno, me lo había ido adelantando mi padre de forma idílica, en tanto conducía su SEAT 600 subiendo por la carretera y la cuesta toda terriza desde que dejamos atrás el Convento de la Almoraima camino al Castillo.
En ese primer viaje de mi infancia con destino a Castellar, accedimos en coche hasta las inmediaciones de la Fortaleza donde quedó finalmente aparcado, para penetrar en su interior a pie como es obligado.
El camino transitado era el único acceso al pueblo para vehículos. Situada a espaldas de la normal visual de la silueta de su Castillo que me era tan familiar en el recorrido habitual que hacíamos la familia desde Jimena al litoral por la carretera interprovincial de Algeciras a Ronda, bien cuando iba en verano íbamos a bañarnos a la playa de Punta Chullera, o indistinto con destino a las demás poblaciones del Campo de Gibraltar. Por tal motivo, sentía una enorme curiosidad llegar un día a conocer la fortificación a sus espaldas y por dentro.

Convento de La Almoraima, hasta donde llegaba el asfaltado de la carretera.
La nueva ruta para mi, poco después de que nos saliéramos de la carretera que conduce de Jimena en dirección a Algeciras y una vez que enfilamos en el coche con destino al Castillo, fue construida en la época de la Dictadura de Primo de Rivera, década de los años veinte, aunque carente de firme de betún. Así se mantuvo desde entonces hasta esa fecha taurina.
El asfalto finalizaba en la Casa Convento de la finca de La Almoraima, situada a pie de la falda del monte; el resto del itinerario hasta el pueblo, unos ocho o nueve kilómetro, lo hicimos sobre un suelo terrizo, levantando por dónde íbamos pasando una inmensa polvareda, más con el día de fuerte viento de poniente con el que amaneció y transcurrió. Dicho tramo acabó siendo asfaltado dos años y pico después, octubre de 1962, como actuación complementaria a las obras del embalse sobre el río Guadarranque que en aquel tiempo, verano de 1960, estaba en sus inicios.

Embalse sobre el río Guadarranque. visto desde El Castillo que nace en Jimena y cuyas obras se iniciaron el año, 1960, en que asistí a esta novillada.
El espectáculo taurino dio comienzo con cronometrada puntualidad y con el preciso montaje organizativo descrito que hacía la función de plaza de toros, gozando, por lo que comenzamos a divisar, de un gran éxito en cuanto al gran bullicio de personas concentradas, muchas de las cuales se habían desplazados desde la Bahía de Algeciras, San Roque, la Línea de la Concepción y hasta de Tarifa, también de Jimena y sus pedanías, agolpándose en los callejones y sobre los bordes de la muralla de la Fortaleza, ansiosos de contemplar la esperada novillada.
A mis pies, desde que me subieron al tablero de la Presidencia, sentía el enorme ajetreo de los nerviosos vacunos allí encerrados antes de que pisaran el ruedo, corneando las tablas de madera que formaban el espacio de su estancia temporal, sin prever el futuro que le esperaba.
De cuando en cuando, desde mi posición sentada entre los dos cajones, disimulando mi enorme preocupación, miraba hacia abajo de reojo a mi izquierda y derecha a través de los huecos que permitían los fijos tablones que servían de suelo a la máxima autoridad del espectáculo para observar a mis pies los movimientos de los inquietos becerros enchiquerados, con la intención de hacer seguimiento a sus inquietos trasiegos, no fuera que rompieran la madera que jugaba el papel de sus techos y me cornearan algunos, o roto algún tablón que me servía de suelo cayera encima de los cuernos.

Comienzo de la corrida de Castellar. los novilleros, Francisco García `Carbonerito´, Rafael Pacheco y Carlos Corbacho. Encima de los cajones donde se albergaban las tres vaquillas que se lidiaron, me encuentro asomando la cabeza entre los dos señores con gafas de sol, el de la derecha es mi padre y delante el del sombreo de ala ancha y plana en cuclillas era en ese momento uno de los guardas de la Casa Ducal de Medinaceli, Francisco Avilés.

Carlos Corbacho, triunfador aquella tarde de 1960 la novillada celebrada en el Castillo de Castellar, salió a hombros portando dos orejas y el rabo. Fuente: Toros en el Campo de Gibraltar.
En esa becerrada, toreaba un joven novillero de la vecina ciudad de Línea de la Concepción que prometía y se estrenaba por primera vez con público, Carlos Corbacho. Contaba con dieciocho años y cuatro meses de edad. El otro espada, Rafael Pacheco de San Roque, y el que completaba la becerrada, Francisco García “El Carbonerito”, hijo del Monje, de la Estación de San Roque.
Los trajes de los novilleros fueron alquilados al precio de 551,50 pesetas por el Ayuntamiento a los pluriempleados hermanos algecireños, compuestos por Pedro Mejías, que era celador en un ambulatorio clínico y con domicilio en la calle Teniente Serra número 12, y Enrique Mejías, de oficio zapatero aunque intentó hacer sus pinitos en el toreo con fracasado balance, autopresentándose como, “el nuevo ídolo de Algeciras”, tal vez para que cundiera su comparación con el consagrado y auténtico maestro de la tauromaquia campogibraltareña, Miguel Mateo “Miguelín”, que precisamente había tomado la alternativa en Murcia dos años antes, 9 de marzo de 1958, de manos de Luis Miguel Dominguín y César Girón.
Siguiendo con el coste de los menesteres necesarios para el transcurrir del espectáculo taurino de Castellar, el alquiler de la espada y el capote importaron, 250 pesetas. El servicio de mozo y estoque, 200 pesetas. Seis banderilla, 70 pesetas. Y al matarife se le abonó con 150 pesetas.
Torearon un total de tres vaquillas sin picadores. Tras la finalización de la corrida, le comentó el triunfador, Carlos Corbacho a mi padre que el becerro de la ganadería de los Hermanos Goizueta que le había tocado lidiar ya había sido trasteado con anterioridad en capeas por lo que le había dado más lata de la esperada. En tanto, el alcalde de Castellar, señor Fernández, tras felicitar al torero linense por el éxito obtenido, donde cortó las dos orejas y el rabo, le aventuró que por su buen hacer tendría de inmediato grandes éxitos y muy pronto seguro que lo vería en la plaza de la Real Mestranza de Caballería de Ronda toreando con Antonio Ordóñez, que entonces era uno de los preciados en el mundo taurino.

Tal pronosticó el alcalde de Castellar, Francisco Fernández, diez meses después de la corrida en el Castillo, se presentaba Carlos Corbacho en la plaza de toros de Ronda, acompañado del novillero, Antonio Ruíz, de Sevilla, padre del que sería reciente matador de toros, Juan Antonio Ruíz «Espartaco».

Y cinco años después, ya como torero en la corrida goyesca con toros de Carlos Núñez celebrada en la Ciudad del Tajo, Carlos Corbacho acompañando cartel ni menos que por los grandes maestros de la tauromaquia, Antonio Bienvenida, en el centro, y Antonio Ordoñez, a la izquierda. Año 1965.
No se equivocó el primer edil local, y, mucho antes del grave percance hospitalario que sufriera, ocurrido casi siete años después y que le significó la pérdida fatal de una pierna que le obligó a tener que abandonar prematuramente los ruedos, Corbacho fue presentado, todavía como novillero, en la plaza de toros de Ronda. Acaeció diez meses después de su paseo triunfal por Castellar, cuatro de junio de 1961, acompañado en el cartel por el novillero sevillano, Antonio Ruiz, padre del posterior matador, Juan Antonio Ruiz «Espartaco». Asimismo, tomó la alternativa en Sevilla el 29 de septiembre de manos de Julio Aparicio acompañado como testigo de Victoriano con toros de la ganadería de Belmonte. La confirmó en Madrid el 22 de mayo de 1965, actuando de padrino. Manolo Vázquez y como testigo, Fermín Murillo.
Pues bien, antes de que transcurrieran cuatro meses después, nueve de septiembre de 1965, Corbacho ya lo haría en la Ciudad del Tajo como consagrado torero, lidiando su anhelada corrida Goyesca. La realizó en sustitución de Curro Romero que había sufrido una herida toreando en Almería, y fue acompañado de los míticos maestros del toreo, Antonio Ordóñez y Antonio Bienvenida.

Carlos Corbacho, practicando con la muleta en la finca de los Hermanos Goizuela, cuyos novillos se lidiaron en Castellar.
Tras esta última pincelada biográfica sobre el torero de la Línea de la Concepción y retornando a la becerrada en Castellar, en el transcurso de la lidia de Carlos Corbacho, ante una brillante serie de pases con el capote que le dio al vacuno, la emoción del público y sus vítores fueron en ascenso, sumándose a ese entusiasmo el cura Alegre que lo tenía al lado. Su `olé´ que se unió al enfervorizado público fue de tal intensidad y entrega que arrastró con su alto cuerpo la silla donde se hallaba sentado, teniendo la fatalidad que una de las cuatro patas que la mantenía de pie se incrustó en una pequeña rendija del cajón que quedaba libre entre dos tablones, quedándose totalmente desestabilizado en dirección a proporcionarse un gran espaldarazo.
En este movimiento volátil, el clérigo que gozaba de elevada talla, en la media voltereta que dio, pegado en todo momento a su asiento, cayó de cruces con su silla sobre la superficie maderera, asestándose un enorme y ruidoso golpe.
Aparte del instantáneo e inesperado susto que me pegué como a cuantos le rodeábamos, me sirvió este incidente para descubrir que a tan celestial personaje le pasa lo mismo que a los demás seres humanos, como besar el suelo, en su caso al caer de espaldas hacerlo con la coronilla que llevaba afeitada, sin que tuviera un ángel de la guarda que lo impidiera. También, adicionalmente y con sorpresa, el episodio accidental me reveló que debajo de su negra sotana, que momentáneamente se le levantó en su caída hasta taparle la cara, llevaba un pantalón largo corriente como cualquier otro adulto varón.
Hasta la fecha, nunca había llegado a suponer qué misterio esconderían los sacerdotes bajo sus levitas. No podía ni imaginármelo. Más, siendo religiosos castos y asexuados aunque morasen en este valle de lágrimas terrenal pleno de tentaciones carnales, de paso hacia un prometedor paraíso aunque nadie deseara adelantar el viaje; según guión que nos habíamos que tenido que aprender de memoria y comentar en la escuela nacional so pena de recibir como castigo unos cuantos palmetazos.
Pero la evidencia, a los ojos de aquel chiquillo en aquel tiempo, resultó ser un choque por la decepción que le causó el hallazgo de tan vulgo textil en su interior. Por comparación, pensé que ninguna mujer, que eran las únicas que junto al cura llevaban faldas en aquel tiempo, se atrevería a ponerse un pantalón interior bajo sus enaguas, so pena de ser tachada, en época de tanta hombría y más machismo que ahora, de marimacho. En cambio, no conseguía calificar lo que tan ramplón al uso le había visto al cura debajo de la sotana. Me sirvió para desmitificar un tanto que fuera descendiente divino, o tuviera su especial protección. Para mi, desde entonces, mis creencias ultratumba perdieron algunos enteros.
Providencialmente, el eclesiástico suceso quedó tan solo en un sobresalto. Mi padre, bromearía con el sacerdote a la vuelta en el coche a Jimena, diciéndole que menos mal que Dios andaba por allí para echarle una mano, porque para mayor gravedad podía haber caído, en vez de en inclinación trasera y boca arriba, a la parte delantera de la superficie del cajón que contenía los vacunos y hubiese caído al ruedo.
De haber ocurrido así, pensé en ese momento, se habría llevado por medio también la primera fila, empezando por mi propio progenitor, y con destino a acariciar la tierra del albero, con lo que habría podido suceder, aparte de los posibles descalabros o traumatismos óseos proporcionados por esos batacazos desde tal altura, recibir unas cuantas y nada benditas cornadas del joven astado que en ese preciso instante estaba siendo toreado en el ruedo. En fin, un desastre.
En tanto, el clérigo, en su respuesta a mi padre, se santiguó a la vez que se agarró como argumento al típico milagro bendito precedente de Dios que estaba allí. Dudé de si esta vez la máxima divinidad no habría estado ausente otra vez, como suele ocurrir en las desgracias, pasando de velar por la buena marcha del festejo taurino. Por eso añadí para mis adentros en plan diablillo para que el cura no se enterara: Sí presente, aunque algo despreocupado del cura de cara a evitarle el sablazo que se pegó.

El sacerdote, Manuel Alegre Rodríguez, gran aficionado a la tauromaquia y amante de montar a caballo, mulos y asnos.

El Padre Alegre subido a un borriquillo, en calle Sevilla de Jimena, junto al cine Capitol que queda a la derecha.
Parece que este hecho infeliz no fue causal sino tal vez predicción a lo que le volvió a ocurrir un año después al sacerdote, Manuel Alegre, como aficionado taurino, cuando en un segundo del reloj transcurrió el derrumbe de la plaza de toros de Jimena. También este religioso se encontraba presente sentado en las alturas en una silla en la tribuna de autoridades, pero esta vez en el extremo derecho de la primera fila. Allí le sorprendió el desplome del coso taurino que incluyó a su asiento, rodeando en ese preciso instante con su brazo derecho al poste que izaba la insignia nacional. Así, por mero instinto de conservación, al sentir que todo a sus pies se hundía, ávido de reflejos, le dio tiempo a abrazarse fuertemente al palo de madera que exhibía la bandera patria que al no ser dependiente del anillo del redondel, que se desmoronó totalmente en forma de abanico, permanecía clavado en el suelo firme para quedar su figura flotando en el aire.
Con la negra sotana al viento, viéndosele otra vez los pantalones que portaba debajo, estuvo el clérigo sujetándose con ímpetu a lo más alto del mástil. Así se le observaba en un retrato tomado desde la perspectiva del albero, hasta que, dándose cuenta del siniestro ocurrido, abandonó su solitaria posición más cercana al cielo y se fue deslizando lentamente tronco abajo hasta pisar el firme de la superficie terrenal.

El pueblo de Castellar en el interior del Castillo.
En consecuencia, esta peculiar y primera experiencia taurina transcurrida durante mi infancia y que se celebró en el interior del Castillo de Castellar, que además resultó para su Ayuntamiento un éxito total según le comentó al final su Alcalde a mi padre, y sin conciencia de la vida de los astados, me significó una jornada para el recuerdo más humorística que desdichada.
También en lo económico significó una cierta satisfacción para las arcas locales, ya que los gastos que le reportó la corrida al Ayuntamiento fueron de 1.396,50 pesetas, a detraer de los ingresos recaudados que representaron 1.255 pesetas, con un déficit tan solo de 141, 50 pesetas, que bien sirvió para cubrir la promoción de tan majestuoso pueblo, morador del recinto fortificado.

Cartel de toros un año después en Jimena donde torearía Carlos Corbacho en el momento en que se hundió la plaza portátil.

Tragedia en Jimena el 17 de agosto de 1961, tras el hundimiento de la plaza de toros portátil que recoge esta instantánea en el momento de producirse

La corrida de novillo del día 18 de agosto de 1061 donde toreaba, Francisco García «Carbonerito» que ya no se pudo celebrar.
Posted on noviembre 6, 2016
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